Todas las mañanas antes del desayuno, el Papa realizaba un paseo por la Plaza. Esperaba ansiosamente ese momento tan cotidiano.
Para la ocasión no se colocaba el anillo, ni su capa, ni su sombrero. Clandestinamente se acercaba al umbral de la puerta del palacio y cuando estaba a punto de atravesarla, súbitamente se le aceleraba el corazón. Con un pie afuera sonreía animosamente. Sus ojos se cargaban de lágrimas al confundirse entre los caminantes, turistas y desconocidos.
Pero ésta, era una mañana distinta. Pisó la plaza con un agudo presentimiento que le estrujaba su estómago. Quiso hacer caso omiso al calambre, avivando precipitadamente su paso como quien quiere escapar de su destino. Al avanzar unos metros divisó a un hombre que silenciosamente se le acercaba. Tenía un aspecto distinto, aunque no mucho. Una sensación de desnudez le infringió su mirada. Cuando estuvieron frente a frente, las palabras incontenibles se amontonaron en su interior y bruscamente hicieron erupción: - ¡Jesús! ¿Dónde quedaron tus milagros?- , exclamó.
A su vez, el enigmático transeúnte mirándolo con ternura le dijo: - ¿Dónde atascaste tu barca, dónde están tus redes y tus sandalias?. Yo no hago milagros, solo soy carpintero.
Nuevamente como una descarga eléctrica el calambre le atacó su estomago y por primera vez sintió sopor de nostalgia por su anillo, su capa y su sombrero. Ya nunca más se lo vio dar vueltas por aquella plaza.