Querida Magdalena:
Como tú ya sabes, desde hace
diez años la caverna desolada es mi único refugio. Esta enfermedad fermenta la
carne de mi cuerpo llenándola de gusanos apagando, poco a poco, su frágil
vitalidad. Es una tortura refinada que enloquece la razón, envenena de tristeza
el corazón y expulsa a la soledad absoluta privándote de la estima humana.
Comentarios oí, pasaría cerca
del camino un hombre que no daba importancia a la mendicidad, bondadoso con los
despreciables y que en todos sus planes sirve a la multitud.
Nazareno, lo llaman y es un
mago muy poderoso en obras y palabras según dicen las alabanzas del pueblo.
En vela toda la noche supliqué
a Dios encaminara los pasos de este justo por las cercanías de mi tumba. Gemí,
lloré y pasé largo tiempo en silencio esperando respuesta de Yahvé.
El sol tenue comenzó invadir la
ojiva de la entrada y a la hora tercia el resplandor se hizo insoportable. Mi
piel comenzaba a sangrar y el hedor apestoso repugnaba el olfato. No quise
hacer descansar mis rodillas ni voltear mi mirada del horizonte esperando su
llegada.
Una brisa suave acarició las
hojas de la higuera y vi pasar a un hombre pequeño de tez morena, ayudando su
paso con un cayado, vestido con una túnica blanca de una sola pieza y un morral
tejido de lana.
Corrí a su encuentro saliendo
de la penumbra, me arrojé a sus pies, lo tomé por los tobillos y
exasperadamente entre sollozos le confesé mi historia: _ Buen Maestro,
caminando con leprosos y compartiendo su mesa me convertí también en un impuro,
la gente dice que eres un mago prodigioso y un profeta con autoridad. ¡Te
suplico, si quieres, limpia mi cuerpo y declárame sano!
_ No soy mago, - me respondió
con solicitud – pero tú, ¿por qué vives aquí apartado? Si quieres sanar actúa
como un hombre sano. Lo que tú quieras Dios lo quiere. ¡Obra según tu fe!
El hombre tocó mi frente con su
mano y continuó su peregrinaje.
Sus palabras calaron hondo en
mi corazón e inmediatamente recordé que fue el sacerdote Arón, siguiendo
dictámenes del levítico, quien declaró mi lepra, expulsándome a la desolación,
lejos de quienes amo en esa cueva ganada por la oscuridad y la pudrición.
Me repuse del mal recuerdo, tomé
un poco de agua y lavé mis heridas. Desempolvé la ropa guardada y me vestí para
ir al templo.
Me presenté ante el sacerdote
irritándose exaltadamente al verme. _ ¿Qué haces acá? - Me preguntó. _ ¡Este no
es lugar para los impuros!- sentenció aproximándose con cautela.
Permití ganara solo la
distancia de un tiro de piedra y le vociferé: _ ¡estoy aquí para cumplir la
ley! ¡Dios ha sanado mi cuerpo!
_ Entonces debemos comprobarlo
– advirtió - realizando el rito con sangre de aves para declararte puro, luego,
podrás irte en libertad.
_ Me ha declarado puro el
hombre que me curó – le respondí – no es necesario cumplir ningún rito.
El sacerdote se mostro
extrañado y no pudo hacer ni decir nada más. Con convicción vire hacia el sur y
continué mi camino.
Regreso a casa, querida hija, para
que abramos nueva vida. La piel por momentos me arde, pero más me inflama la persuasión
de vivir en libertad que recibí del Nazareno. Me siento sano y feliz.
Dijo no ser un mago, pero sigo
creyendo que sí. Usa su poder de un modo sutil, pero liberador. Su discurso
relativizó la práctica religiosa que me condenó a vivir bestialmente y también a
quienes controlan sus procedimientos cultuales. Sus gestos humanos hacen
presente a Dios sin necesidad de invocarlo en ritos litúrgicos. Nada dijo de mi
lepra como desconociendo la enfermedad. Me tocó la frente compartiendo mi
marginalidad, haciendo justamente lo contrario que exige la escritura sagrada,
curándome y declarándome, sin más, un hombre puro.
La visita duró un instante,
pero fue suficiente para experimentar el amor Salvador de Dios por los
excluidos. El templo, querida Magdalena, nos privo de acompañarnos, pero Yahvé
es un Dios justo que reconoce los derechos de la gente que sufre. Por Él
volveremos a estar juntos.
¡Alabemos al Dios de los pobres
que no dejó que esos opresores desalmados nos despedazaran con sus dientes!
¡La trampa está hecha pedazos!
¡Hemos logrado escapar, como los pájaros! ¡El creador del cielo y de la tierra
nos ayudó a escapar!
Hija mía, la alegría más grande
es aquella que llega sin que uno jamás la espere.
Espérame que pronto estaré en
casa.
Te ama entrañablemente.
Tu padre
Naamán.