Vivíamos aislados en el piso 31. Nuestras miradas, tensas y débiles, eran apenas capaces de percibir las apariencias.
En la escalera rozábamos nuestros cuerpos pero sin gustar de nuestras almas. El saludo era cortes, pero hambriento de emociones. Las preocupaciones anestesiaban nuestras mentes y la prisa embriagaba nuestros miembros entumecidos.
Pero un ángel chiquito subió a nuestro piso, arrastrando sus alas para llamar la atención. Endureció la mirada y presurosamente subió al ascensor. Lo dejó trabado entre dos pisos y emitiendo fuertes gritos, hacía ademán de lanzarse al vacío.
Sus bramidos nos distrajeron y su rostro aterrado nos despertó compasión. Algunos miraban al cielo elevando una plegaria. Otros se palmeaban la espalda buscando consolación. El resto, como un solo hombre, tirábamos pertinazmente del rígido picaporte, para liberar al emisario de su terrible pretensión.
En lo más intenso del transe la puerta se abrió, el silencio inundó el piso, y unas plumas suspendidas cortaron el aire de nuestra respiración.
Sin tregua comenzamos a reírnos y como si fuésemos familia subimos al ascensor.
Nuestras voces dialogantes se escuchan hoy hasta el 32. Ya no estamos en el piso, elegimos quedarnos juntos a vivir en el ascensor.