
Ansiosamente esperaba el Domingo. Al despertar, saltaba presuroso el alambrado, agilizando mi paso hasta la casa de Eli. Llegaba para interrumpir la comenzada lectura bíblica. Las reflexiones eran sencillas, pero como braza ardiente encendían el corazón. Luego, poníamos manos a la obra. Pelar papas para la olla, amasar el pan, cocinar el chocolate para los niños. Todo para compartir, como nos enseñaba la fe. Comencé a ir al culto los días domingos, para aprender mas cosas sobre Dios. Allí me instruyeron a respetar al Papa, los mandamientos, la iglesia. Aprendí a confesarme y a rezar el rosario. Pero desde entonces me acompaña una sombra vacua y espesa, que aviva en mí el deseo incontenible de saltar el alambrado, de fatigarme en mi andar presuroso, de pintar mis manos con tizne de la olla, de sentir el calor del pan recién sacadito, de disfrutar el chocolate espeso generosamente repartido y de abrazar la paz de mi alma, enardecida de haber encontrado a Dios.